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Plaza Machado, Mazatlán. |
Le vi pasar cerca del café que con frecuencia visito en la plaza de la ciudad. ¿Estaría mi mente jugándome alguna broma y reconocería en cualquier rostro alguna chispa de aquél? ¿O era realmente ése, el que tantas veces contemplé sobre mi regazo? No era exactamente lo que recordaba (mis recuerdos nunca han sido realmente confiables; siempre terminan siendo recuerdos de recuerdos), pero lo que recordaba ¿Era lo que había sido realmente? Tenía una vaga imagen: una sonrisa pícara y brillantes ojos verdes bajo el cabello oscuro, negro.
Contemplé como se alejaba lentamente aquel fantasma hasta perderse entre la gente. La taza de café estaba ahí, casi vacía y tomé un último trago antes de salir caminando sin un rumbo fijo. Se escuchaba a lo lejos la voz de una soprano entonando melodías, seguramente venían del teatro que se encontraba un poco más allá. Empezaban los recuerdos a llenarme los sentidos; recordaba las voces de dos personas cantándose al oído, el sabor y la forma de unos labios perdidos, el tacto de una piel cálida y suave, ese olor inconfundible que me parecía un poco dulzón y que me hacía perderme, olvidarme de todo; la visión de un sueño.
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Teatro Ángela Peralta. |
El sueño comenzó cuando éramos niños, cuándo la inocencia nos afloraba en el rostro y jugábamos en el recreo a la pelota. Yo, siempre guardaba un poco de agua porque llegaba sediento después de tanto jugar. A veces nos descubríamos con la mirada, y esos segundos eran para nosotros años. Cuando fuimos un poco mayores, una tarde de verano nuestras miradas brillaban sin rastros de aquella inocencia, me hundí es sus ojos verdes y él me besó los labios.
La voz se dejó de escuchar y sobre una banca dos ancianos conversaban, quizás discutiesen acerca del aumento de la gasolina (que ahora es una vez al mes), o acerca de la burla que es su pensión. Era inútil revivir aquellos recuerdos, esa vida era una que se había acabado hacía ya muchos años; habían pasado por lo menos 10.
Decidí caminar a la librería (tan sólo eran dos cuadras caminando), había un libro que me había sembrado toda la curiosidad del mundo:
El Psicoanalista, y estaba dispuesta a leerlo. No fue difícil encontrar entre los estantes un ejemplar de edición reciente; lo difícil fue después de tomar el libro y alzar la vista, verlo ahí plantado frente a mí.
Naturalmente había cambiado; los años habían hecho sus facciones menos delicadas, su cuerpo había tomado un tono maduro y su voz, bien su voz no salió. Estaba a punto de decir algo, cuando sentí que alguien me sujetaba por la cintura; era mi prometido:
mi sol y mis estrellas.
Los deseos de aquel fantasma (ahora frente a mí), y los míos algún día habían sido los mismos; un hogar, algunas mascotas, e incluso pequeños traviesos jugando en algún jardín. Pero todos esos sueños se nos fueron muriendo, y no era culpa de nadie.
Un pequeño se acercó inquieto a él diciéndole: ¡papá!¡papá! ¿Me compras este cuento? Mostrándole el libro ilustrado que sostenía en sus pequeñas manos y sus ojos verdes se posaron sobre él expectantes.
Antes de partir con
mi sol y mis estrellas, sonreí dulcemente y casi en un susurro le dije:
Hola extraño.