viernes, 12 de octubre de 2012

Un día cualquiera

Es otro día cualquiera, se sobreponen uno sobre otro los sonidos; las voces de las personas, el canturreo de los pericos (aquellos que muchas personas ni siquiera se han dado cuenta que coexisten con ellos, en este no tan pequeño espacio), las carros allá en la avenida transitando con las luces encendidas, una puerta cerrándose, las risas... 

Llega de un poco más allá el olor a zacate recién cortado, me dan un poco ganas de estornudar, una picazón en la nariz, es sólo molesto. Y aquí estoy recargada en este barandal, creo que necesita ya otra pasada de pintura; a partes no tiene ningún recubrimiento, puedo ver el metal desnudo, oscuro contra mis dedos. 

Paso una pierna entre los barrotes mientras observo a mi alrededor, el par de palmeras al frente me hace pensar en una playa (pero eso funciona solamente si las observo hacia arriba; donde el alcance de mi visión no me permite más que observar el cielo azul con escasas nubes y las hojas de éstas meciéndose al viento), me puedo imaginar claramente el sonido de las olas, y por un momento no estoy más ahí. 

Pero al siguiente, estoy de vuelta. 

Ahora miro hacia el horizonte y los colores del día se van confundiendo con los de la noche, aparecen los naranjas, rojos, violetas y azules oscuros. Ya ves, no es algo extraordinario es un atardecer cualquiera, bello como cualquiera, ignorado como cualquiera; lo observo un poco más, después de todo me encanta ver salir u ocultarse el sol. 

A veces me pregunto si quizá algún día pueda compartir un anochecer y un amanecer entre los brazos de algún amante; uno de esos que no son para quedarse, uno de esos que sólo son un buen recuerdo. 

He ido demasiado lejos, pero aún continúan mis pies sobre los mosaicos amarillos y mi cuerpo recargado al barandal; apoyo mi barbilla sobre una de mis manos y miro hacia abajo. En las banquitas del jardín se ponen a conversar, a reír, y unos pocos a leer. Pero ya no les observo a ellos; mi atención se centra en el piso, en el concreto; y aparece, atractiva, la idea. 

La idea de una caída que en mi mente es más larga de lo que en verdad sería, el supuesto de sensaciones que sería el recorrido al que me fuerza la gravedad, sólo unos instantes justo antes de tocar el suelo y después, seco, el golpe. El choque de carne blanda contra la roca de allá abajo. 

Nada. 

Alguien me llama; al principio es como si alguien en algún punto muy lejano lo hiciera, pero no, la voz está justo a mi lado. Empiezo una conversación a la que antecede una sonrisa, y te digo que es una conversación tonta acerca de cosas que en realidad no importan.

Pero, esa sonrisa...



dormir bajo la tierra no me provoca tanto como tú 

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